“Había que escribir sin para qué, sin para quién.” (Alejandra Pizarnik)
Enamorarse siempre había
sido una de esas cosas a las cuales me negaba profundamente, mostraba una envidia notoria a esa capacidad
–aparentemente compartida entre todos los demás seres humanos- de entregarse y perder
el control. La ceguera benigna, la enfermedad contagiosa, la plaga de la cual todos
queremos morir; el paracito que altera la morfología de nuestro cerebro.
¿Podría yo, el ser que se negaba a todo, de pronto creer y caer presa de lo que
tanto rehuí? No parecía tener sentido que me enamorara -o que quisiera hacerlo-.
Yo funcionaba de una manera
distinta, ni superior ni inferior, simplemente distinta. Mi capacidad - ¿virtud
o defecto?- de separar y categorizar de manera diferente a las personas por sus aportes versus mis necesidades, rayaban tanto en el prejuicio estereotipico, como en la mera
frialdad. ¿Era yo la limitante que no permitía el desarrollo de relaciones
profundas y duraderas por la imagen mental previa de las capacidades y
deficiencias de quien tenía al frente? Quizás, aunque bien pudiéramos decir que
solo “preví” lo que tenia mas posibilidad de pasar.
Hablar de amor siempre es
complicado, más aun cuando tu visión difiere de la general. El plantarse firme
y emplear la negativa para no validar el concepto cómodo –y hasta cierto punto
fantasioso- que elegimos creer, vender y leer – algunos incluso agregarían
vivir-, aquel que no hace ir llenándonos de puntos vacíos y desazones porque no tenemos “todo lo que
se supone que necesitamos” o porque no
sentimos lo que “debíamos sentir” en el momento justo. Hace que, los seguidores del concepto anterior, te consideren fría e incluso, en una que otra ocasion, frívola. Pero, ¿Quién soy yo para decirte en que creer? Cuando el amor se ha convertido en más mito que realidad.